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La China durmiente

Por Ricardo J. Hernández

Se atribuye a Napoleón Bonaparte la frase “Cuando China despierte, el mundo temblará”. Casi 200 años después, esta misma frase fue utilizada por el político francés Alain Peyrefitte para titular un ensayo (1974) en el que intentaba vislumbrar cuál sería el futuro del gigante asiático a largo plazo tras la revolución maoísta. Ahora, sin embargo, nos preocupa más la China durmiente.

No hay duda de qué a principios de los años 70 del siglo pasado, China empezó a desperezarse y hoy, al menos desde el punto de vista económico, es seguramente –con permiso de los EE.UU.- el actor más despierto.

Occidente –sobre todo Europa- descubrió muy poco después de ese despertar que aquel país ofrecía enormes oportunidades de fabricación de productos de calidad media y mass market a costes imbatibles. Y se lanzó a producirlos en China.

La evolución de esa producción, el lento pero sostenido crecimiento durante décadas del poder adquisitivo de la entonces recién estrenada clase media china –y también la alta y febrilmente consumista- y los altos costes laborales occidentales, movieron a industrias de todos los sectores no ya a seguir fabricando parte de su producción en China, si no a fabricarlo todo y ahora con idénticos niveles de calidad, al tiempo que empezaban a vender esos mismos productos al ciudadano chino. El made in Japan y made in Taiwan ha sido superado, de largo, por el made in China.

El penúltimo capítulo de esta historia se está escribiendo ahora mismo por las multinacionales chinas, que ahora compiten con aquellas que un día llegaron desde Occidente a la República Popular para producir barato. E incluso han adquirido alguna de aquellas con los enormes recursos generados por una economía puntera, que lleva décadas creciendo vorazmente cada año a dos dígitos.

Del despertar, al riesgo de la China durmiente

Ya no es que China esté despierta. Su influencia económica es tal, que se hace real el efecto mariposa. Un aleteo de las alas del gigante, y Occidente se cala hasta los huesos con la tormenta. Ocurre cuando el Año Nuevo Chino desconecta durante unos días la cadena de suministros china. Pero esto es previsible y modelable.

Y ocurre, como ahora, cuando sucesos imprevistos como un brote de COVID-19 (la pasada semana) pone en cuarentena y aisla una ciudad como Shenzhen –la “Silicon Valley” china- de 10 millones de habitantes, donde se ubican centros de producción de Toyota, Volkswagen o Apple, entre otro, y cuyo puerto movió casi 29 millones de TEUs en 2021.

Una de las zonas del puerto chino de Shenzhen

El intercambio China-USA y China-Europa es una enorme cadena logística que llena buques mercantes y que ha llegado a saturar la línea del Tren de la Seda, la conexión ferroviaria más larga del mundo, que da solvencia –por fin- a este modo de transporte de mercancías y une China con Europa, con uno de sus extremos en Madrid.

La pandemia ha movido a la reflexión por la dependencia absoluta de la gran fábrica china y por la longitud de esa cadena. Pero nada ocurrirá. Salvo catástrofe. Que visto lo visto no es descartable. Relocalizar fábricas ni es barato ni rápido. De lograrlo, los costes estructurales multiplicarían el precio de lo fabricado. Y perder la oportunidad de estar establecidos en un mercado de 1.000 millones de consumidores no entra en la ecuación.

Solo queda asumir el riesgo y allanar las circunstancias adversas que se puedan producir en alguno de los eslabones logísticos. El escenario ha cambiado radicalmente en este medio siglo. Ya no preocupa que China despierte. Ahora preocupa que China esté durmiente y que el sueño sea profundo y largo.

La guerra contra el virus –convertido ahora en costumbre- nos ha puesto a prueba ante un enemigo invisible. La guerra es mucho más reconocible. Por ello, debería ser más fácil de resolver. Y de encontrar la paz. Debemos hacer cualquier esfuerzo con ese objetivo.

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