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Una insólita oferta de trabajo

Por Ricardo J. Hernández

Decididamente este que tocaba a su fin no había sido su año. Claro que tampoco lo había sido para nadie. Ni en el peor de los sueños. Ni en la más imaginativa fantasía de la mente más creativa. Pero además, lo suyo era mala suerte con las ofertas de trabajo.

Trabajaba en uno de los pocos sectores que además de ser esenciales había crecido, lo que resultaba un tanto sonrojante reconocer, con la que estaba cayendo aquí y allá. Pero ni por esas. Acabó su enésimo contrato temporal encadenado en los primero días de marzo. Un descansito –pensó- después de la vorágine navideña y luego a volver a la cadena, de preparación de pedidos, empaquetado, carretillero y de contratos… como siempre durante los últimos ¿cuántos años ya?

Puestos a acostumbrarse, lo único que seguía sin llevar bien eran las “despedidas”, el fin de los contratos y ese nudo en el estómago que siempre los acompañaba. Aunque los intermedios duraban poco. “Menos que en la tele”, se decía entre risueño y resignado.

Esta vez no. El “bicho” fue su peor enemigo. Y no por lo que suponía para el mundo entero. Apenas tres llamadas “de curro” en ocho meses. Y las tres resueltas con un “ya le llamaremos” que no sucedió. Sospechosamente su lugar de residencia, el barrio donde vivía –donde el “bicho” había golpeado con especial virulencia- hacía cambiar de opinión a sus interlocutores en la entrevista telefónica que, siempre, había sido un puro formulismo. Pero esa vez, y la otra y la otra, pareció importar. Para mal. Consultó a un colega, pero no podía demostrar lo que su amigo llamó discriminación silenciosa: “puñetera discriminación” la había llamado él. Y p*** mala suerte.

La oferta de trabajo

Por eso al principio no se creyó la llamada –la cuarta- con la oferta de trabajo en firme, ni los detalles que le contaron. Es más, estuvo a punto de colgar creyéndose objeto de una broma. Hasta miró el calendario y quiso reconocer la voz de su amigo… Sin embargo cuando aún incrédulo recibió el contrato en su móvil, minutos después, empezó a cambiar de opinión. Aunque no absolutamente.

El contrato era legal. Desde luego. Pero las condiciones eran… demasiado buenas. Menos de dos días de trabajo con su noche entre ambos, al aire libre casi todo el tiempo –al menos eso le protegía, admitió-, sin mucha complicación, aunque eso era lo de menos porque si de algo sabía era de paquetes, entregas sin devoluciones –vaya chollo, eso sí que eran buenos clientes- y… ¡un sueldazo! que –se dijo- no podía ser tan, tan bueno. Salvo que se tratara de algún tipo de trapicheo ilegal. Pero de alguna manera se convenció de que no era así, aunque no sabía por qué. Y aceptó el trabajo.

Llegó al lugar indicado en el que apenas había media docena de personas como él y dos o tres más que parecían los organizadores: “este es su uniforme”. Nada nuevo para él. Lo que no era normal es que el uniforme fuera tan estrafalario y que a continuación le hicieran subir a lomos de una de las tres malolientes monturas que allí pastaban despreocupadas. Pero no protestó.

Les pasearon por unas cuantas calles casi desiertas a ritmo lento y cadencioso. La peculiar comitiva y su deambular estaban siendo filmados –observó- lo que tampoco le incomodó ni apenas sorprendió, acostumbrado a las cámaras de seguridad de los almacenes donde había trabajado. Finalmente, llegaron a un páramo en lo que parecían ser los suburbios de la ciudad, donde se apretujaban, literalmente, docenas y docenas de tráilers con sus puertas de carga de mercancías abiertas de par en par y sus interiores repletos de miles de paquetes con llamativos envoltorios.

El reparto

Uno de los organizadores que había seguido a la comitiva en un coche con la marca de la estrella – ¿pero esa no es la estrella? se extrañó- levantó la voz y dijo solemne: ¡A repartir! son las doce de la noche, tenéis hasta el amanecer.

¡Serán las noches de los próximos tres años! quiso replicar él a la vista de la fabulosa cantidad de paquetes. Pero tampoco lo hizo.

Junto a sus dos compañeros igual y extrañamente uniformados y otros tantos ayudantes, seis almas gemelas como luego descubriría, empezaron a trabajar. A cargar sus monturas. A ir y venir. Una entrega, dos, tres… 125, 1.367… Se propuso contarlas y hacer la media por hora, por bulto… una manía profesional. Cuando llegó al paquete 6.121 paró en seco. Y miró el reloj: las 00h 23´.

¡No puede ser! Más de 6.000 bultos en 23 minutos. Ja, ja, ja… tengo que estar soñando, pensó. Es imposible ¡ni que fuéramos Papá Noel! Y volvió la risotada. De todas formas –se dijo- esto es una pasada, seguiré durmiendo y disfrutando de este sueño. Y se convenció de ello. Miles, cientos de miles de paquetes y un ratito después, el reparto se había completado. Alguien les recogió los uniformes y les entregó la generosísima paga.

Y hasta que la luz sepultó la oscuridad estuvieron contándose unos a otros, los seis, sus experiencias de aquella madrugada. Tan fantásticas como reales. Tan increíbles como ciertas. Soñadas o no.

Cuando el sol despuntó, superado ya el toque de queda, y a la vista de los primeros viandantes que salían a la calle, cayeron en la cuenta de que tres de ellos aún llevaban sus tocados, tres magníficas y relucientes coronas, y que en sus bolsillos guardaban tres notas casi idénticas que les daban las gracias por haber sustituido esa noche a tres personas de edad avanzada y por tanto de riesgo. Eran los titulares de aquel cometido, confinados en la Residencia Oriente, el lugar que refería el membrete de aquellas líneas pulcramente manuscritas, firmadas por Melquiades, Gastón y Balbino.

¡Feliz Navidad! Bridemos por un año que no olvidaremos y, sobre todo, por el que viene. Aquí estaremos.

Y no dejen de cuidarse y cuidar a los demás           

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