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El mono de pelo amarillo

Por Ricardo J. Hernández

Había fiado todo el riesgo y ventura de su último negocio –que podía ser de verdad el último- al ya famoso viernes negro y lo que vendría después, hasta la vuelta del calendario. Entonces sabría si la temida cuesta de enero era el “tourmalet”, una tachuela o un abrupto descenso, pero sin frenos y en caída libre.

Todo lo que había ido aprendiendo de logística, antes incluso de conocer a varios socios que resultaron ser ranas –y que un beso solo convertiría en demonios- lo había aplicado en “su negocio”. La primera vez que podía decir esto con rotundidad.

En realidad el autoempleo –aun le parecía algo excesivo considerarse empresario- le venía de lejos. Desde que se despidió como responsable de un pequeño almacén, aceptando una oportunidad que le deslumbró y que luego también salió rana. Caray con los batracios.

El negocio

Montó su pequeño “chiringuito” de distribución –el primero- para el que necesitó un socio. Lo encontró en un amigo de siempre que dejó de serlo en un abrir y cerrar de ojos, ante la primera deuda común que había que afrontar. No se amilanó. Y apencó con toda la responsabilidad. Pero no aprendió la lección.

Volvió a ver una oportunidad –en verdad lo era- y convenció a otro, ya menos amigo. Invirtieron. Y esta vez lo que llegó de golpe fue la crisis. Todo hizo aguas.

La tercera aventura, siempre logística, parecía algo más seria. Esta vez los socios eran dos. Pero ya se sabe, tres son multitud. Y a veces las multitudes se acobardan y huyen en estampida. Ahí se quedó de nuevo. Compuesto y sin socios. Y suplicando a su banco por renegociar y aplazar la deuda cuanto fuera posible. Que ya era muy poco.

Su cabeza bullía de ideas que quería poner en marcha. La gente cada vez compraba más online y había un hueco para la mejor distribución. No tenía dudas. Así que, sin saber muy bien cómo lo había logrado, convenció a otra entidad bancaria para que le concediera un crédito con el solo aval de su brillante plan de negocio. No le quedaba más: nada por aquí, nada por allá.

La espera

Y allí estaba, a menos de siete días del viernes negro y a menos de 30 de la Navidad. Con un almacén pequeño, pero bien estructurado. Con racks de palés y estanterías de bajo nivel para picking. Con un sistema de gestión de ese espacio que estaba en la nube, de pago por uso, que aún le daba un poco de miedo, pero que funcionaba de maravilla. Con los medios justos, muy justos, de alquiler, para mover cajas: una carretilla, una retráctil… Y con miles de productos en los huecos de aquel silo. Era ahora o nunca. Y estaba solo.

Su suerte dependía de los clientes de sus clientes. Y del éxito de ventas de estos, su futuro. Arriesgó hasta más allá de lo razonable. Era su situación límite. Propuso a los propietarios de las mercancías que sólo tendrían que pagarle por lo que saliera (vendido) del almacén: si ellos no vendían, él no cobraba. Así les convenció para ser su pulmón logístico. Una metáfora que podía asfixiarle.

Los días grises –en la climatología y en su ánimo- previos al fin de semana negro de la explosión compradora, los pasó averiguando que le habían confiado sus clientes. No había querido saberlo, al menos en detalle, para no condicionar sus decisiones. Que el contenido de de aquellas cajas le resultara un fiasco, podía ser sólo su opinión y no la de la masa consumidora. Pero lo que vio no le entusiasmó, precisamente.

Tres días antes del viernes otoñal más oscuro que se recuerda, con algunas ofertas y promociones ya lanzadas, no había llegado ni un solo pedido. Revisó toda la informática y nada fallaba. Hizo un par de llamadas –con excusas de lo más banales- pero recibió escaso alivio.

Finalmente, la madrugada anterior –ya viernes negro- presa de los nervios, cogió un saco de dormir e intentó conciliar el sueño en el tercero de los ocho pasillos del almacén. A fuerza de dar vueltas, el cansancio le venció al amanecer.

Apenas dos horas después se despertaba sobresaltado con la melodía aguda de su teléfono móvil sonando una y otra vez. Miró el terminal: ¡14 llamadas perdidas! Pero del pánico inicial –“todo se ha ido a la mierda”, pensó- pasó rápidamente al asombro y luego a la euforia: la impresora láser escupía sin fin papel continuo con las etiquetas adhesivas de código de barras de los pedidos que llegaban al sistema.

El milagro

De ahí en adelante, fue un no parar durante casi dos meses. Y el principio en el que cimentar “su” empresa. De los pedidos que llegaron había un poquito de todo, pero lo que recodaría siempre fueron los dos artículos estrella de ese Black Friday, de esas Navidades, Reyes… e incluso Rebajas.

Uno de sus clientes había hecho pleno al escoger de la oferta en la inmensa ciudad china, dos objetos sin el más mínimo atractivo… aparentemente. Un mono de peluche, con el pelo amarillo, cara de granuja y zapatillas deportivas, de nombre impronunciable, que hizo las delicias de los más pequeños y tuvo de cabeza a sus padres ante la falta de existencias. Y una versión vintage de un reproductor de casetes, que alguien tuvo la ocurrencia de desempolvar, por el que “se mataban” los cuarentones, cincuentonas y sesentones, y que no era precisamente barato.

La moraleja

Ni tecnología de vanguardia, ni última moda; ni Disney, ni Pixar… el ser humano es así de imprevisible. El comprador, más. Y más aún si responde al perfil selvático de compulsivo depredador navideño.

Con su enorme poder, el Homo Onerosus puede producir milagros navideños y felices efectos secundarios en terceros. Si hay suerte. Y la hubo.

¡Feliz Navidad y el Mejor 2020!

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