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El selfie con Soraya

Por Ricardo J. Hernández

Las dos últimas semanas me las he pasado de feriante. La moqueta ha sido el suelo que he pisado, casi exclusivamente, durante ese tiempo. Un identificador ha colgado de mi cuello día sí y día también. Un hotel ha sido mi casa y la conversación más habitual que he tenido ha  versado sobre contactos y novedades. Para unos estos quince días han ido bien; para otros, no tanto. Ya se sabe que cada uno ve las ferias según les va en ellas. Yo, desde luego, lo que tengo muy claro, es que quienes dicen que las ferias no son como las de antes, yerran tanto como aciertan ¿Por qué?

Primero, porque son, es decir, porque siguen existiendo. Desde que asistí a mi primera feria profesional de logística –hace mucho tiempo- siempre he oído pronósticos de desaparición. Y no les digo desde que existe Internet. Para muchos era la puntilla que acabaría con ellas. Pero no solo no ha ocurrido: se han multiplicado en el tiempo, en la frecuencia y en el espacio. El mundo se hace pequeño y las ferias cada vez son más y están más cerca unas de otras, en fechas y lugares, como corros de setas en el otoño.

Segundo, porque aunque se hable en las ferias de novedades, cada vez son menos. Me refiero, a las de verdad. Primicias que te dejen con la boca abierta. Auténticas revoluciones en la maquinaria, en los sistemas, en la electrónica o la informática. Ya no se espera a una feria para el lanzamiento de una novedad que, a la velocidad del progreso, casi aparece cada día.

Y tercero, porque pese a todos esos hándicaps y profetas aún se sigue pensando –y mucho- en nuevas ferias. Y sigo hablando exclusivamente de ferias de logística y manutención. Se piensa en cómo hacerlas; cuándo y dónde; solas o en conjunto con otras complementarias; en recintos feriales o de manera exclusiva por parte de las marcas que tienen esa capacidad; en nuevos sub-sectores o para competir con otras ya existentes; donde se han hecho siempre o en lugares lejanos; con stands uniformes o de diseño libre; con actividades paralelas –muchas o pocas- o sin ellas.

Dos semanas de feria son muchos días. Muchos kilómetros de pasillos recorridos; muchas cuadrículas tachadas en un plano; muchos bocadillos infames entre pecho y espalda. Pero son, sobre todo, muchas conversaciones en apariencia informales, sonrisas, confidencias, apretones de manos, gentes sacadas de contexto -a veces a la fuerza- y lugares de naturaleza inhóspita colonizados temporalmente, vestidos para la mejor gala con unos decorados de cartón piedra y un suelo enmoquetado que es una maldición.

Que quieren que les diga, aunque para algunos las ferias ya no sean como las de antes, en eso del apretón de manos y la conversación, en el contacto personal con personas que apenas sí conocemos, seguimos siendo muy de antes, casi medievales. Vamos a las ferias porque vamos o por si acaso, seguimos escupiéndonos en la mano antes de dárnosla, seguimos midiendo las ferias por el ruido de la bolsa en la faltriquera, y seguimos hablando de tapadillo del próximo condenado a patíbulo en la Plaza del Castillo. Más o menos.

Como mucho habrán variado las formas, que no el fondo.  Si no, ya me dirán ustedes por qué todavía podemos encontrar en estos lugares, siempre improvisados, vendedoras de humo, charlatanas fascinantes rodeadas de su fiel público asombrado, acercándose a un pregonero para hurtarle hábilmente la atención de su público. O a una vicepresidenta en funciones hacerse un selfie por sorpresa con un  monologista, contratado por una empresa para celebrar su aniversario en SIL, que para el caso, es lo mismo. Medieval, totalmente medieval.

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