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El tercer hombre

Por Ricardo J. Hernández

Avanzo que voy a meterme en camisa de once varas. Ya me conocen.

Hace unos pocos días he vivido una situación que me ha recordado una de esas películas en blanco y negro de la época de la guerra fría. Para mí la quintaesencia es “El tercer hombre” con su inconfundible música de cítara y son no menos inconfundibles Orson Welles y Josep Cotten.  Mi aventura tenía, desde luego, algunas diferencias circunstanciales: era a todo color, hacía calor en vez de frío y se desarrolló en una ciudad española en lugar de Viena. Bueno, y me “jugaba” la puntualidad en una cita de trabajo y no el pescuezo.

El relato arranca en una estación de ferrocarril. Como es patente, un decorado muy cinematográfico. Desde ahí, para llegar a mi cita tuve que hacer, discretamente, varias llamadas de teléfono, alguna de ellas a personas que ni conocía antes; citarme con una de esas personas en un lugar público, describiendo previamente mi atuendo para facilitar el encuentro; mostrar la mayor naturalidad durante la larga espera pues estaba -literalmente- vigilado por cuatro individuos que, desde luego, tampoco conocía (uno de ellos mostró tal celo en su vigilancia, que más parecía mí guardaespaldas) y que destilaban más ganas de camorra que de cualquier otra cosa (bien plantados físicamente, malencarados, gafas de sol… ya me entienden); saludar a mi “contacto” cuando llegó, ante la mirada de los “vigilantes” como si le conociera de toda la vida; transitar con esta compañía circunstancial varias manzanas hasta llegar a un lugar discreto y apartado; y, por fin, en una esquina indefinida, subir al asiento del acompañante de un gran coche oscuro -no podía ser de otra manera- para, de nuevo, evitar sospechas. Hora y media después de lo debido, llegué a mi cita.

Real como la vida misma. Se lo aseguro. El origen de esta crónica, su porqué -como habrán adivinado o sufrido- es que hace unos días el sector del transporte de viajeros y, concretamente, el del taxi, se ha puesto en “pie de guerra”, convocando una huelga total en la mayor parte de la ciudades de España y algunas otras de Europa. El motivo, la reivindicación, protestar contra usos poco o nada transparentes que, aprovechando las bondades de Internet, ponen de acuerdo a viajeros urbanos circunstanciales que suplen así el taxi por coches particulares. Del acuerdo informal entre particulares y sin contraprestación, al negocio, apenas había un paso y algunos lo han dado. Y lo han hecho fuera de las normas, licencias e impuestos que rigen ese sector, de ahí la protesta de los taxistas.

Lo sorprendente no es que esta huelga afecte al ciudadano de a pie (este es un impuesto indirecto de la democracia mientras nadie invente otra cosa), lo inusitado es que la protesta -una de las más radicales que he visto- se traslade con violencia gratuita a sectores colaterales (transporte legal de viajeros en furgoneta o minibuses que pagarán caro que sus vehículos estuvieran en el lugar inoportuno en el momento inadecuado) o que un ciudadano cualquiera como yo se vea incomodado por un piquete como lo estuve, por el simple hecho de llevar un porta-trajes en la mano.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la logística? Pues mucho. Cada vez que hay una protesta radical “sube el pan”. Es decir, se descolocan flujos físicos, se multiplican los problemas, se rompen cadenas de suministro (humano o de mercancías) y hay que buscar soluciones circunstanciales que a veces -es el lado bueno- descubren habilidades desconocidas. Ese fue el caso de la compañía que me había propuesto la cita profesional a la que acudí y que buscó, y encontró, tan “peliculera” y eficaz solución.

El sector del transporte -y sus trabajadores- en cualquiera de sus segmentos, tiene fama de radical en sus protestas. Seguro que, mayoritariamente, les asiste la razón cada vez que convocan una protesta de este tipo. Pero la razón se pierde cuando un ciudadano se siente abrumado y más como moneda de cambio del “Check Point Charlie”, que como mero espectador/sufridor.

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