Soy socio de una cooperativa de ferretería de cuyo nombre no voy a acordarme –por mi bien y el de toda la organización-. El mío, mi nombre, no es importante pero podéis llamarme Juan, así a secas. Cuando mi padre se hizo socio, la cooperativa cumplía una función vital para los pequeños ferreteros: les permitía acceder en condiciones de igualdad a los productos de las grandes marcas que, por entonces, solo vendían a mayoristas y a grandes ferreteros y suministros. El espíritu cooperativo subyacía en todas las operaciones y no eran extrañas las colaboraciones solidarias entre los socios. Los consejos rectores –mi padre estuvo cuatro años como vocal, a finales de los noventa, cuando la mayoría estaban integradas en Ancofe y la cadena Ferrokey era la más grande de todas- daban ejemplo y miraban por el bien común, por encima del suyo propio.
El paso de los años no sentó nada bien a nuestra cooperativa. El espíritu que impregnaba la organización se fue diluyendo como un azucarillo y los pequeños intereses personales se fueron imponiendo a los del colectivo. Los planes y las estrategias a largo plazo desaparecieron y fueron sustituidos por los retos cortoplacistas de los sucesivos consejos rectores. Mientras el mercado evolucionaba a un ritmo endiablado y nuestros clientes encontraban otros establecimientos más atractivos para efectuar sus compras, nuestros consejos y los gerentes que elegían para que les hicieran la pelota y les dijeran sí a todo, se preocupaban más de mirarse el ombligo y tejer y destejer alianzas con otras cooperativas y centrales de compra –para entonces Ancofe era historia, dinamitada por unos visionarios de infausto recuerdo- que tenían como referente el cinematográfico “Día de la Marmota”, y como estrategia de fondo la conocida estratagema de “cambiar todo para que nada cambie”.
Mi cooperativa ha estado en todos los guisados y, como la mayoría, ha formado parte de más de una de las organizaciones que se fueron creando y fundiendo a una velocidad sin precedentes. Cada tanto, nos reunían a los socios y nos contaban los extraordinarios agravios recibidos en la anterior alianza y las bondades que la nueva iba a representar.
Mi padre era el que asistía a las asambleas y a las diferentes reuniones de las comisiones de compras o de otra índole. Poco antes de jubilarse, ya entrado el siglo nuevo, empecé a acompañarle a dichas reuniones y a sospechar que la cooperativa a la que pertenecíamos no era más que una organización zombi que caminaba sin rumbo. Así se lo dije a mi padre, y le propuse o abanderar una alternativa para cambiar las cosas, o abandonar la cooperativa lo antes posible. (Continuará)