Una mirada al pasado, a tiempos anteriores a nuestros abuelos, nos muestra edificios de consumos energéticos nulos. Al menos, en lo que se refiere a la calefacción y, mucho más, si hablamos de refrigeración, entendidos como sistemas complejos: la mejor tradición arquitectónica era suficiente para aclimatar de forma natural los espacios vivideros.
El desarrollo de la tecnología derivado de la Revolución Industrial se incorporó a los hogares a principios del siglo XX.

Hasta ese momento, lo que conocemos hoy como huella de carbono era prácticamente cero. Se recurría a la quema de madera en chimeneas, a pequeños hogares o braseros, y hemos conferido a este proceso un balance nulo, confiando en que el dióxido de carbono emitido es igual o menor al que ha contrarrestado el árbol, antes de ser talado y convertido en madera.
Los sistemas de climatización aumentan
Sin embargo, a partir de la segunda mitad del XIX, el desarrollo tecnológico y su incorporación a los entornos urbanos en grandes ciudades y a algunos inmuebles hizo que necesidades que, hasta entonces, se resolvían con conocimiento y técnicas arquitectónicas, aunando la belleza estética con el buen uso y la función de los espacios, empezaran a sustituirse progresivamente por sistemas de climatización, ventilación e iluminación artificiales.
Estas soluciones, al mismo tiempo, elevaban los gastos energéticos y el consumo ingente de unos recursos naturales que no son inagotables. También disparaban la contaminación atmosférica hasta llevarnos, hoy por hoy, a un estado de emergencia climática que es necesario contener cuanto antes por la sostenibilidad del planeta y el bienestar de la población.
¿Y los valores arquitectónicos?
La preocupación por la contaminación y el calentamiento global son propias de nuestra generación. Por fin somos conscientes de que la mejora de los sistemas activos que configuran un edificio -es decir, las máquinas que climatizan nuestras viviendas-, tienen un límite, y esto requiere un esfuerzo nuevo por repensar cómo construimos.
Se trata de recuperar el conocimiento y los valores arquitectónicos para adelantarnos al comportamiento energético de los edificios partiendo de cómo se asolean, cómo se ventilan y dónde se sitúan.
El espacio habitable más extremo – la Estación Espacial Internacional, que es resultado del desarrollo científico y de la creatividad humana – orbita en el espacio, a 340 kilómetros de altura, expuesta a temperaturas que oscilan entre los 121ºC y los 157ºC bajo cero.

No recibe energía externa, salvo la que captan sus paneles solares y apenas unos centímetros separan sus estancias, aclimatadas a 23ºC, del inhóspito espacio.
Nada nos impide pensar que podemos proyectar edificios con los mismos principios que rigieron el diseño de esta Estación.
Seguro que ésta no se proyectó a partir de sistemas inconexos, donde primero se plantearon los cerramientos y, después, se pensó en cómo climatizarlos. Fue el resultado indudable de una visión estratégica e integral, de un estudio de conjunto.
Por un trabajo conjunto
Ahora, también en el sector de la edificación ha llegado el momento de que el conjunto construido -envolvente y sistemas de climatización- se afronten desde el proyecto como un todo.
La norma y, en concreto, el Código Técnico de la Edificación (CTE) avanzan en ese sentido, y a los profesionales del sector nos corresponde asumir el desafío por el bienestar de las nuevas generaciones y el futuro del planeta.
Por nuestra formación, los arquitectos conocemos y comprendemos el comportamiento de aquello que se va a construir y también de lo construido para que, además de cumplir escrupulosamente la normativa legal, cada solución, pensada expresamente para cada proyecto, optimice los rendimientos y consumos energéticos.

Gracias a los sistemas de modelizado virtual y a la incorporación de las características específicas de los materiales que conforman la piel o envolvente del edificio, podemos garantizar la solución más eficiente.
Los edificios son responsables del 40 % de las emisiones contaminantes a la atmósfera. En consecuencia, tenemos una obligación que excede lo que ahora se construye para llegar también el entorno ya construido.
Intervenir sobre los edificios que ahora habitamos se torna esencial para cumplir los objetivos climáticos marcados por Europa de reducción del 55 % de las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030 en comparación con el año 1990 y alcanzar la neutralidad climática en 2050.
El reto exige el esfuerzo de todos: arquitectos, instaladores y usuarios. La recompensa se traducirá en un bienestar más duradero y en una sociedad más justa, más sostenible y más respetuosa con el planeta.
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