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Lo que nos perdemos por hablar por teléfono

Por Ricardo J. Hernández

Alexander Graham Bell, el inventor oficial del teléfono, no pudo ni imaginar hasta donde llegaría su legado con la tecnología inalámbrica; quizás sí lo hiciera el “padre” de los ordenadores portátiles y tablets John Ellenby. Lo que desde luego resulta más paradójico es que en la época de la hipercomunicación instantánea estamos cada vez más incomunicados y nos perdemos lo que ocurre delante de nuestras mismas narices.

Participé hace unos días en una jornada profesional en la que mi papel era de “maestro de ceremonias” y moderador de la mesa redonda final. Un foro de medio centenar de asistentes hablando de mercados, tecnología y suministro de materiales. Ponentes de alto nivel que enfocaron perfectamente el objeto de la cita profesional, tanto por el contenido de las ponencias como por las intervenciones del público, muchas y certeras, en los turnos de preguntas.

Pero no todos se enteraron.

Mi posición privilegiada me permitió observar un hecho que hace no demasiado hubiera sido impensable y tachado sin paliativos como de la peor educación: el permanente ir y venir de asistentes fuera de la sala para hacer o responder llamadas telefónicas desde sus dispositivos inalámbricos.

Hasta hace no demasiado, cuando me tocaba “ceremoniar”, solía pedir al público que apagara sus teléfonos móviles. Es lo que hacemos cuando vamos al cine o al teatro y no creo que una cita profesional donde los ponentes se afanan por transmitirnos conocimientos e información, en la medida y materia que sea, merezca menos respeto.

Pero me confieso: últimamente –para mí esta es una actividad recurrente- sólo pedía que los smartphones se pusieran en silencio, justificándolo porque “entiendo que estamos en un entorno profesional y a veces es necesario responder, etc.”. Me equivocaba. Lo admito.

La procesión del teléfono

Y caí en cuenta en la cita a la que me refería al principio. La procesión de entradas y salidas, teléfono en mano, era tan incesante –y notoria al ser un aforo limitado- que dada mi condición de “conductor” del acto estuve a punto de llamar a la atención a los que deambulaban ahora dentro ahora fuera de la sala. Pero no lo hice. Reconozco que por temor a decir las cosas demasiado alto y claras: “¿Quieren ustedes hacer el favor de sentarse y dejar sus móviles durante un rato por respeto a los ponentes y al resto de asistentes?”

Foto: NH Hoteles

La comunicación inmediata en todo lugar y todo momento nos tiene abducidos, nos hace pisotear las reglas más elementales de la educación, nos expulsa maleducadamente del entorno en el que nos encontramos, nos hurta lo que los demás quieren contarnos y, como un mal vicio, ni siquiera nos deja satisfechos. Queremos más y más. Voz, texto, imágenes,…

Por ello, la obligación o derecho de incomunicación telefónica o a través de otros dispositivos, que se quiere imponer durante periodos de descanso laboral en algunos países –nuestros vecinos franceses son pioneros- pretende poner orden en el caos de la sobrecomunicación que lo único que crea es verdadera incomunicación social.

Aplíquense la norma. Háganlo por salud mental. Por educación. Por respeto. Y si no pueden prescindir del aparatito, no entren en la sala. En caso contrario, si soy el ceremoniante, me van a oír.

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