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Admirose un portugués…

Cada vez que oigo que alguien tiene agotada su capacidad de admiración, me sorprendo. Creo que es una falacia. Porque también creo que esa capacidad es ilimitada por definición. Sólo hace falta pararse a pensar un momento en lo que nos rodea, en lo más prosaico. En lo común y corriente. Eso que pasa cada día. Como dice un amigo mío: ¿Cómo no voy a creer en la magia si abro el grifo y sale agua… y además caliente?

Llevo muchos años escribiendo e informando de sectores profesionales e industriales. Y no dejo de asombrarme y de admirar la capacidad del ser humano para inventar, para dar soluciones a tareas y procesos que antaño, hace muy poco, eran simplemente imposibles, casi mágicos o territorio de las mancias o de la ciencia ficción.

¿Cómo no voy a admirar y asombrarme, casi como lo harían mis tatarabuelos, cuando una máquina eléctrica y ¡sin cable! es capaz de elevar varios cientos de kilos a cinco, seis, siete… metros sin esfuerzo y trasladarlos mientras el hombre está sentado tranquilamente sobre ella?

¿Cómo no voy a admirar y asombrarme ¡nada por aquí, nada por allá! si algo llamado software, que no tiene forma ni esencia física, es capaz de saber (y decirme a voluntad) dónde está cada mercancía en cada hueco de palé, aunque estos sean decenas de miles y descontarlos cuando se sacan y sumarlos cuando de añaden?

¿Cómo no voy a admirar y asombrarme si un ingenio que parece el infierno de Dante, puede traerme ese palé o una caja desde un oscuro y elevado hueco en un almacén, con sólo darle a un botón?

¿Cómo no voy a admirar y asombrarme si de algo que parece una pistola, pero que ni dispara balas ni hace ruido, sale un rayo que es capaz de traducir una serie de ininteligibles rayas gruesas y finas pegadas a una caja u otro envase, en letras que me dicen que hay dentro de esa caja?

¿Cómo no voy a admirar y asombrarme cuando los periódicos del día llegan cada mañana a los kioskos, los productos perecederos a los supermercados y restaurantes, las medicinas a las farmacias, los textiles y productos de bazar o electrónicos a las tiendas y grandes almacenes, la gasolina a las estaciones de servicio, los juguetes a “los sacos de Papá Noël y los Reyes Magos”, las maletas a las zonas de recogida de los aeropuertos, el dinero a los bancos… cada día?

Todo de la forma más natural. Sin aparentes esfuerzos. Como si lo fantástico fuera lo obvio y lo mágico, habitual. Los logísticos hubieran sido quemados en la hoguera de la Inquisición por brujería, por prácticas tan habituales como esas, o les tacharían de locos los mismos ingenieros que a finales del siglo XIX pronosticaron que un tren nunca podría circular a más de 30 km/h sin que los viajeros salieran despedidos por las ventanillas (de la velocidad de los trenes de mercancías nada dijeron, ahí hubieran acertado).

Admirose un portugués al ver que en su tierna infancia, todos los niños de Francia supieran hablar francés ¡Arte diabólica es! dijo torciendo el mostacho…

Arte diabólica es esto de la logística, boto a bríos. Cualquier día, todos a la hoguera. Mientras tanto, no dejen de admirar y asombrarse. Eso hace más grande esta profesión y a quienes la sostienen.

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